Datos personales

sábado, 25 de septiembre de 2010

Un texto de Àngeles Mastretta

NOMÁS ASÍ

Márgara llegó a trabajar a la casa en que mi madre criaba cinco hijos menores de ocho, cuando yo tenía siete y medio.  Ella apenas había cumplido los dieciséis, ahora sé que también era una niña, pero entonces la ví fuerte y grande como no imagino que yo podría ser en ocho años más.  Venía de un pueblo llamado Quecholac a unas dos horas por carretera.  Era hija de la mezcla radiante que habían hecho un mexicano de purísima cepa náhuatl y una mexicana nieta de alguno de los soldados que llegaron con Maximiliano.  Tenía la nariz respingada de una bretona, la boca grande y la dentadura eterna de quienes han comido maíz por generaciones.  Yo la veía distinta y preciosa.  Era además inteligente y ávida.  Aprendió a guisar en poco tiempo y era rapidísima para levantar un desorden, barrer un tiradero, lavar el patio, tender las camas.  Se volvió de la familia y como de la familia la quise aunque sólo de lejos la pude acompañar en sus dichas y, peor aún, en la única desdicha que fue incapaz de ocultar.
Por ahí de los dieciocho se enamoró de Juan.  Un hombre de piel de aceituna y ojos furtivos que sin embargo sabía mirarla como si la rehiciera.  Juan pasaba por ella todas las tardes y la acompañaba a comprar unos panes para la cena.  Volvían después de un rato de pasear por el parque frente a la panadería y si mi madre no estaba en la casa, se quedaban en la calle, cerca de la puerta, recargados en un árboles, besándose como si hubieran encontrado el absoluto.
Poquito antes de que la autoridad volviera, Márgara entraba como una gloria, cantando a veces, otras sonriendo para sí, caminando igual que si volara, llena de una inspiración que las monjas de mi escuela hubieran creído propia del Espíritu Santo.  Así estuvo unos tres años.  Juan era todo y todos.  Era los luceros de su presente y el único futuro con luceros que hubiera querido imaginar.  Ella iba por la vida con él entre los ojos y nada le pesaba y ningún trabajo le aburría.  Dueña de todas estas luces, Márgara era para mí la representación más plena de la sencilla y ardua felicidad.
Hasta que una noche, en vez de entrar cantando o en vuelo sobre sus talones o con la sonrisa como una bandera, entró hecha un vendaval de lágrimas.  Nadie se atrevió a preguntarle que había pasado.  Su llanto parecía parte de un ritual inexorable y tan íntimo que intentar calmarlo hubiera sido un sacrilegio. La dejamos llorar varios días.  Desde el amanecer y hasta la noche.  Una semana detrás de la otra hasta que estuvo perfectamente claro que Juan no pensaba volver y que todo aquel llanto era por eso.  “Me quería llevar así nomás”, dijo por fin Márgara una mañana. “Sin casamiento, sin iglesia, sin ley y sin nada.  Nomás así”.
Mi madre dijo que y pensó que Márgara había hecho bien en no aceptar.  Tras ella, a todo el mundo le pareció correcto y encomiable el valor con que Márgara se había negado a irse con Juan “nomás así”.  Enamorada desde los pies hasta la frente clara, desde el delantal hasta las trenzas brillantes y los labios incendiados, no quiso irse con él. Sujetó su corazón y sus deseos a la ciega obediencia de unas leyes cuyo respeto le hubiera parecido la prueba más palpable (la única prueba?) de que tanto abrazarla y tan intenso besarla quería decir que sólo a ella quería Juan y sólo en ella pensaba mirarse el resto de la vida.  No quiso irse con él, se sintió traicionada cuando lo oyó decir que no se casarían, que con arrejuntarse estaba bien, que con qué dinero tanta fiesta, que para qué un jolgorio entre ellos que no fuera la prolongación de ése que ya traían de tanto tiempo.
Nada jamás le devolvió ni el aire ni las luces con que había ido por la vida.  Se volvió ensimismada y brusca.  Trabajaba con la misma eficacia, pero sin entusiasmo.  Márgara ya no era Márgara por más que se empeñara en disimularlo, en reírse más fuerte que nunca.  Todavía años después, recuerdo que una tarde volví a verla llorar mientras trapeaba la cocina.  Pasó el tiempo.  Yo cumplí los dieciséis que ella tenía cuando llegó y cumplí dos más y cuando yo tenía dieciocho y ella casi veintisiete, al volver de una de aquellas tardes que mi amiga de siempre y yo gastábamos soñando con encontrar un alma como la nuestra, la ví dentro de un taxi estacionado a unas dos cuadras de mi casa, besándose como un remolino con un hombre que yo encontré gordo, viejo y feo.
Márgara, la del recuerdo incólume, besándose con un espanto de señor, cuyo único mérito era tener un taxi.  Márgara entrando a las diez de la noche retobona y escurridiza.  Márgara entre enojada y desafiante yéndose de buenas a primeras, así sin más con un hombre que encima de feo resultó casado.  Quién me lo iba a decir?  Y todo eso regida por la única ley que acató tras perder a Juan.  Las más cruel, endemoniada y duradera de las leyes: la ley del desencanto.
No he podido nunca recordarla sin un dejo de tristeza y agradecimiento.  Pensando en la sonrisa que dejó una noche entre el árbol y la puerta de mi casa, me hice de la certeza, quizá tardía, pero crucial, de que hay que irse nomás así, desde la primera vez y siempre que la vida nos lo proponga.  Porque no hay ley, ni mandamiento que valga el abandono de un deseo como aquél.

No hay comentarios:

Publicar un comentario